Luego de varios días de confinamiento en casa, mi padre -quien es una máquina de trabajo-, recordó que antes de enfrascarse en cómo sustentar a su familia había sido un atleta toda su vida.

Desde niño comenzó a practicar kung-fu, con un afán tan grande que a los años logró ser cinta negra e incluso experimentó con otras artes marciales. Tras ello, durante su juventud iba al gimnasio para mantener su cuerpo de la manera más saludable y, no contento con eso, sacaba tiempo también para correr largas carreras en las que demostraba su resistencia.

Con el paso de los años olvidó por completo su sueño de ser profesor de educación física, se graduó de ingeniero y dedicó enteramente su tiempo a sacar adelante el negocio familiar. Década tras década, se fue metiendo tanto de lleno en el negocio que fue poco a poco dejando de hacer ejercicio, hasta que dejó de ir a trotar al parque con mi hermano los domingos.

Para mi sorpresa, luego de varios días en este confinamiento -el cual obligó a mi padre a quedarse en casa-, este saco de nuevo su ropa deportiva y sus zapatillas, que estaban casi sin estrenar, y comenzó a hacer algún que otro ejercicio desde casa. Debo decir con todo corazón que ver de nuevo esos zapatos deportivos me hizo la persona más feliz de este mundo por unos instantes.

No quiero sonar egoísta porque sé que la tragedia que vivimos ha quitado muchas vidas, pero es innegable que necesitamos también empujarnos de cosas que nos hagan ver que no es todo tan malo.

Y es que esta cuarentena le recordó a mi padre que él es más que esa máquina de trabajo, que él también es sus deseos, sus pasiones, sus hobbies. Por ello creo que pese a lo malo, he tenido la oportunidad de conocer aún más a mi padre y reflexionar acerca de cómo perdemos nuestro tiempo en lo que deberíamos hacer y nos olvidamos de lo que realmente queremos hacer.